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Primeras carreras de coches del siglo XIX  


Publicado el 12/04/18

Eres de los que disfrutas de las carreras de coches en casa, en el circuito o a pie de tramo. Pero, ¿alguna vez has pensado cuándo surgió el automovilismo deportivo? Si no conoces sus orígenes, te los explicamos a través del presente post.

 Coches clásicos

En la actualidad, miles de aficionados disfrutan de competiciones automovilísticas a lo largo y ancho del planeta. Ya sea en abierto o en modalidad de pago, la mayoría de ellas son emitidas por televisión. Y en torno a las carreras de coches se ha generado un volumen de negocio que no es ajeno a las grandes firmas comerciales, que han visto en el ámbito “racing” un magnífico escaparate en el que dar a conocer sus productos o servicios.

Pero, ¿te has preguntado alguna vez cuándo y cómo surgieron las primeras competiciones automovilísticas? ¿Sabes quiénes fueron sus principales protagonistas, dónde se disputaban o cómo eran los primeros coches de carreras? Si te apasiona el automovilismo deportivo pero no has indagado en sus orígenes, sigue leyendo…

 

De Alemania a Francia

Lógicamente, para contextualizar nuestro relato sería preciso hablar de los orígenes del automóvil. Pero como lo que hoy nos ocupa es el inicio de las competiciones automovilísticas, pasaremos por alto los diferentes desarrollos que se produjeron entre principios del siglo XVIII y finales del XIX.

En concreto, situaremos nuestra historia en el año 1886, considerado el punto de partida de la automoción moderna gracias a las aportaciones de los ingenieros Karl Benz y Gottlieb Daimler –este último, también conocido como el “padre” de la motocicleta–. A ambos se les atribuye la paternidad de los primeros automóviles dotados de motores de combustión interna, unos vehículos que no pasaron desapercibidos en la Exposición Universal de París de 1887.

Porque, si bien es cierto que el origen del automóvil moderno tuvo lugar en tierras alemanas, fue en Francia donde comenzó a desarrollarse tanto un creciente tejido industrial como el embrión de las competiciones automovilísticas. Poco a poco, en París fue aumentando el número de automovilistas que se reunía en el popular parque del Bois de Boulogne. Y como es lógico en la condición humana, no tardó en aflorar la competitividad entre los “chauffeurs” de la época. De todos aquellos artilugios que conducían, ¿cuál era el más fiable? ¿Y el más veloz?

 

Carreras entre ciudades

Pierre Giffard, redactor de “Le Petit Journal”, no fue ajeno a aquellas refriegas dialécticas y logró que el periódico parisiense impulsase el “Concours pour voitures sanx chevaux”. Disputado en 1894, aquel “Concurso para carros sin caballos” logró reunir a una veintena de conductores deseosos de ser los más rápidos en completar los 126 kilómetros que separaban París de Ruan, localidad ubicada al noroeste de la capital francesa. Concluida la prueba, la organización decidió adjudicar el primer premio, “ex aequo”, a las firmas Peugeot y Panhard & Levassor, ambas representadas por automóviles equipados con motores de combustión interna diseñados por Gottlieb Daimler –considerados el futuro de la automoción en detrimento de los propulsores de vapor–.

Lejos de caer en saco roto, aquella primera competición agradó tanto a “chauffeurs” como a aficionados, aunque supo a poco. Tanto es así que, en 1895, el embrión de lo que posteriormente sería el Automóvil Club de Francia (ACF) llevó a cabo una nueva carrera entre ciudades. En esta ocasión, el desafío era completar el itinerario entre París y Burdeos (ida y vuelta): nada menos que 1.200 kilómetros. Y el primero en hacerlo, aunque no en calidad de vencedor oficial, fue el galo Émile Levassor. A los mandos de un Panhard & Levassor con motor Daimler de 4 CV, aquel piloto de leyenda condujo durante 48 horas y 48 minutos prácticamente sin interrupciones. Una gesta que no pasó desapercibida, como lo demuestra el monumento en su honor ubicado en las cercanías de la célebre Porte Maillot de París.

La fiebre de las competiciones automovilísticas no tardó en extenderse a países como Italia, Reino Unido y EEUU, si bien Francia continuó copando el protagonismo de las carreras entre ciudades. Unas pruebas en las que, consecuencia de unos vehículos cada vez más potentes, comenzó a incrementarse la velocidad. Así, mientras Émile Levassor realizó el trayecto de la carrera París-Burdeos-París de 1895 a una media de 24,1 km/h, la de Alfred “Levegh” Velghe en la Burdeos-Biarritz de 1899, a los mandos de un Mors de 16 CV, ascendió a 68,1 km/h.

Al respecto, hoy en día circular a 100 km/h en una autovía es considerado algo normal. Pero a finales del siglo XIX, a bordo de unos vehículos cuyas seguridades activa y pasiva nada tenían que ver con las de los coches actuales, era considerado una temeridad. Sin embargo, alguna vez tenía que alcanzarse o superarse dicha barrera. ¿Sabías que el primero en hacerlo fue Camille Jenatzy en abril de 1899? Apodado “El diablo rojo”, el piloto belga estableció un nuevo récord de velocidad al superar los 105 km/h con el “Jamais Contente”, un automóvil con forma de proyectil y… ¡propulsión eléctrica! ¿Pensabas que los coches eléctricos son de reciente creación?

 

Primer certamen internacional

Un año después se celebró la primera edición de la Copa Gordon Bennett entre París y Lyon (570 kilómetros), una competición que nació fruto de la colaboración entre el empresario estadounidense James Gordon Bennett Jr., propietario de los periódicos “New York Herald” e “International Herald Tribune”, y el ya citado ACF.

Entre otros motivos de interés, la Copa Gordon Bennett pasará a la historia por ser la primera competición automovilística de carácter internacional. Como apunte curioso, cabe destacar que fue en ella donde los coches empezaron a pintarse en colores diferentes para identificar a cada país: azul (Francia), amarillo (Bélgica), verde (Reino Unido), blanco (Alemania) o rojo (EEUU), aunque este último, poco después, acabaría siendo asociado a Italia. ¿Te das cuenta por qué los monoplazas y superdeportivos de los fabricantes italianos suelen lucir ese color?

 

París-Madrid: el principio del fin

Mientras la Copa Gordon Bennett continuaba su particular andadura, el ACF y un comité que daría lugar al Real Automóvil Club de España (RACE) decidieron organizar la considerada “carrera del siglo”. La misma, a celebrar entre París y Madrid en 1903, despertó una expectación jamás vista hasta la fecha. Fueron muchos los preparativos que se materializaron para que los caminos de tierra estuviesen en el mejor estado posible. El 23 de mayo, un día antes de la salida, miles de aficionados abarrotaban las calles de la capital francesa y muchos establecimientos permanecieron abiertos durante toda la noche.

Sin embargo, la carrera jamás llegó a Madrid. Los numerosos accidentes, que provocaron varios heridos y fallecidos entre espectadores y pilotos, obligaron a las autoridades francesas a suspender la competición a su paso por Burdeos. Y en España, por temor a que se continuasen registrando bajas mortales, se optó por no darle continuidad a la prueba pese a las importantes inversiones económicas realizadas.

 

Nacen los circuitos: una nueva era

Sin duda, la suspensión de la carrera París-Madrid obligó a replantearse la seguridad de las competiciones automovilísticas. Y teniendo en cuenta que entre 1902 y 1905, año en el que se disputó la última edición de la Copa Gordon Bennett, se empezaron a habilitar circuitos como el de las Ardenas (Bélgica), el ACF francés optó por diseñar un trazado cuando decidió poner en marcha su nueva fórmula deportiva: el Grand Prix.

El primer Gran Premio de la ACF tuvo lugar en 1906 en un circuito acotado de 103 kilómetros que transcurría entre las localidades de Le Mans, St. Calais y La Ferté-Bernard, al oeste de Francia. Un año después, en Inglaterra se inauguraba el circuito permanente de Brooklands y en España se acondicionaba una pista, con salida y llegada en Sitges, para acoger la I Copa Catalunya de “voiturettes” (coches ligeros y menos potentes que los de Grand Prix). Mientras, al otro lado del Atlántico se recaudaba dinero para iniciar la construcción de uno de los templos de la velocidad: el Indianapolis Motor Speedway.

De las primigenias carreras entre ciudades, a través de caminos polvorientos sin asfaltar, se pasó a circuitos que brindaban una mayor seguridad. Y esta última continúa siendo una preocupación prioritaria en nuestros días, como lo demuestra la reciente implementación del denominado “halo” en los monoplazas de Fórmula 1.

Entre 1894 y 2018 han trascurrido casi 125 años, más de un siglo en el que l os circuitos, los automóviles y la indumentaria de los pilotos han evolucionado significativamente. Hoy vivimos en la época del color, el glamur y la alta definición. Pero antes hubo unos orígenes tan peligrosos como apasionantes. Un tiempo, a caballo entre dos siglos, en el que se sentaron las bases de uno de los espectáculos que aglutinan a más seguidores en todo el mundo: el automovilismo deportivo.